miércoles, 3 de septiembre de 2014

Igualados (IV)

Bajo la fría penumbra de la lona del camión donde Martín había sido destinado, se apretaban los nuevos compañeros de destino, que tiritaban bajo las mantas. Él era un paquete más entre la silenciosa carga humana a la espera de un reparto incierto.
Martín comprendió que en determinadas circunstancias, en las precisas circunstancias que él mismo había vivido en las últimas horas, todos los hombres podían ser igualados, cuando las cualidades y las imperfecciones que caracterizan a cada individuo desaparecen y la sociedad se convierte en un montón de carne sucia y hedionda, cuando la dignidad y los valores humanos se esfuman y no queda más que un compendio biológico de células que siguen su camino para mantener la vida. ¿qué más da su afinada sensibilidad por la música?, ¿los conocimientos adquiridos por la educación y la experiencia?; cuando ante los ojos de la muerte no existe diferencia alguna y los hombres se matan bajo el análisis hipócrita de la comunidad internacional, disfrazada de ayuda humanitaria, que como un engañoso caballo de Troya, esconde en su seno el negocio armamentístico.
Martín debía tocar su violín en ésta parte del concierto en que el director había sido sustituido por militares insensibles a una improvisada partitura.
Sus temblorosos compañeros de viaje, seguían en silencio, sin esperanza, aguardando un destino que los devolviera a sus respectivas realidades y les devolviese sus diferencias. Quiso ver una llamarada de luz en aquellas miradas temerosas e huidizas, pero el terror se había apoderado de los espíritus. Quizás alguno pensaría en un plato de comida caliente sin resignarse a un cruel final por inanición.

En un bache del camino el camión dio un bote y un hombre joven saltó fuera del vehículo, pero sin darle tiempo a levantarse fue ametrallado desde el coche de escolta que los seguía. Nadie se detuvo excepto el cuerpo inerte que quedó tendido bajo las ruedas del convoy.
No había transcurrido mucho tiempo cuando los camiones se detuvieron en un descampado y los hombres fueron obligados a descargar y montar las tiendas de un improvisado campamento. No se veían alambradas ni nada que pareciera encerrar a los desorientados viajeros que obedecían las órdenes dócilmente. A medida que los camiones eran descargados, se alejaban por el camino empinado hasta que el rugir de los motores iba desapareciendo.  Cuando todos los retenidos hubieron ocupado las tiendas, se escuchó el silencio. Los últimos motores de los vehículos de escolta habían dejado de escucharse, y una voz dijo "Se han ido", "Se han marchado todos!", "Por fin somos libres".





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